Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

lunes, 15 de julio de 2013

Los tridecasílabos de Unamuno

Paseando por la correspondencia de Antonio Machado uno se encuentra frecuentemente con Juan Ramón Jiménez, con Unamuno, con Ortega y Gasset; pocas veces hay referencias directas del poeta a aspectos métricos: sus comentarios sobrevuelan por temas y motivos, no suelen descender a taller, si bien en muchos casos se deducen de ese tono general, que cuando se dirige a Ortega está delatando la admiración por el vigor elegante de su prosa; cuando se trata de JRJ, sencillamente, es un verdadero fervor poético hacia otro modo de trabajar los versos; cuando Machado habla a o se refiere a Unamuno, el tono crítico es también muy peculiar, las referencias son a su capacidad para remover conciencias personales y sociales. Algunas veces, sin embargo, con exquisito rodeo, el comentario –sin olvidarnos de que es epistolar– alude a algún rasgo del estilo del rector salmantino, como cuando comenta informalmente que "Cierta rudeza y monstruosidad hay, no obstante, en la prosa de Unamuno que nos hace pensar en la tierra vasca...." Juicio que también apunta en Ortega y del que era consciente el propio Unamuno, como se verá en la cita final de esta nota.
Hago pausa, porque esta entrada está escrita en Buenos Aires, y porque en los paseos por la ciudad, también topa uno con Ortega –con placa y busto en La Recoleta, que es lo que reproduzco.
El caso es que Unamuno interviene –¡y de qué manera!– en la batalla de los alejandrinos. Lo voy a señalar someramente ahora, como uno de los datos que llevo para una exposición en el congreso de la AIH, porque, por lo demás, no creo que me dé tiempo a hacerlo en ningún lugar de otra manera y, en su mayoría, son datos inéditos. 

Desde finales de siglo andaba Unamuno borrajeando versos e interesándose cada vez más por la poesía. En  1907, por fin, reúne y escribe Poesías, un libro bastante extenso, sobre todo si se compara con los que entonces publican los machado, Juan Ramón, etc. Hay que advertir que don Miguel también se carteaba con Darío, JRJ, AM.... y otras grandes figuras del panorama poético. Es uno de esos corresponsales impenitentes de nuestra historia literaria, como Teresa de Cepeda, Mayans, Varela.... Para nuestro tema, acababa de prologar (en 1906) un libro de Salvador Rueda, otro contendiente de la batalla de los alejandrinos y quizá el único con que podía competir en abundancia de versos.

La razón de la abundancia es doble. Poesías es, para empezar, un verdadero laboratorio poético. Unamuno quiere estar en todos los frentes: temas, motivos, ritmos.... y para eso acude a su sabiduría clásica y a sus conocimientos, sobre todo lingüísticos, de manera que el lector va de lo uno a lo otro, pero termina siempre por distinguir el gesto adusto, algo agresivo y egocéntrico del rector de Salamanca, al que quizá le haya faltado algún control para no vocear tanto, o haber desechado –es la segunda razón para explicarse la abundancia– poemas, digresiones y reiteraciones. Lo curioso es que en ese extensísimo libro solo nos encontramos con aparentes alejandrinos en el caso de un poema (probablemente de 1906), de sextetos cuyo tercer y sexto verso es un heptasílabo. El poema es rítmicamente clásico (heroicos y sáficos), incluso en el caso del heptasílabo que quiebra, que es siempre heorico. Concede dos hiatos hemistiquiales y no llega ni siquiera a la compensación. Habrá que esperar al Rosario de sonetos líricos (1911) para que se atreva a ensayar con otra música. Eso sí, en su primera asomada poética ha llevado a poema silvas de versos pares (“El coco caballero”, “Mi niño”, etc.), todo tipo de mezclas quebradas, silvas impares que descienden al pentasílabo (“Hermosura”, “El Cristo de la Cabrera”....), y ensayos de versolibrismo (Salmo II), especialmente en “La vida es limosna”, digresión poco lograda, poéticamente hablando. A veces acude a los raíles modernistas, por ejemplo a los juegos de dodecasílabos, quebrados por hexasílabos (“Muere en el mar el ave que voló del buque”) o por octosílabos (“No eres tuya”).
En algún momento de ese prolijo e interesante poemario sorprende la aparición de algún alejandrino –o que se le acerca, ya veremos que en realidad es un tridecasílabo– solitario, cuyo ritmo se suele escapar, al iniciar poema, como en

"No me mires así a / los ojos, hijo mío"   1.3. + 2.4

que más bien parece un arranque de silva, e decir un endecasílabo alargado (por el “mío”) cuando todavía no se ha definido el ritmo. Ya de por sí es interesante que Unamuno no incurra en un ensayo versal sobre esta modalidad rítmica, tan de moda.

En el Rosario Unamuno ensaya seis veces –de 128 sonetos– algo que parece  alejandrinos, a mi modo de ver, con  poca fortuna, sin saber cuajar sonoridades que ya habían empleado Darío, desde luego, pero también JRJ y otros poetas, entre ellos su propio hermano Manuel. No sé si es que entra con demasiadas novedades o si es que no logra dominarlas; así, en el que es aparentemente el primero (el XLIX, Sueño final) cruza los hemistiquios con palabras largas o desprovistas de cuerpo rítmico. Muy extraño es que, empapado de Darío y de la Melancolía de JRJ, esté intentando algo semejante, lo que corroborarían los tridecasílabos que exigen rupturas en sexta acentuada, las compensaciones  y los hiatos, que todo eso hay. Sin embargo, sin embargo.... lo que Unamuno está llevando como novedad al campo de batalla son ¡sonetos de tridecasílabos! Véase, presentados con una presunta cesura hemistiquial para ser ritmados como alejandrinos, pero son su identidad silábica, de 13, perfecta:

13       Álzame al Padre en tus / brazos, Madre de Gracia,
13       y ponme en los de’ Él / para que en ellos duerma
13       el alma que de no / dormir está ya enferma,
13       su fe, con los insom/nios de la duda, lacia.

13       Haz que me dé, a su ama/do, sueño que no sacia
13       y a su calor se funda / mi alma como esperma,
13       pues tan solo en el sueño, / a su calor se merma
13       de este vano vivir / la diabólica audacia.

13       Este amargo pan de / dolores pide sueño,
13       sueño en los brazos del / Señor donde la cuna
13       se mece lenta que hi /zo de aquel santo leño

13       de dolor. Ese sueño / es mística laguna
13       que en eterno bautis/mo de riego abrileño
13       con su hermana la muer/te la vida reanuda.

Nótese, además, que no es una cadena rítmica, por más que engañe su arranque (1.4.7.....), que enseguida se pierde. Unamuno no se percataba que cualquier tridecasílabo que no lleve acento en quinta está condenado a sur absorbido por el ritmo de los alejandrinos. 
Lo curioso es que va a insistir en esa fórmula en los siguientes ejemplos del Rosario: el LVI, “La encina y el sauce”, con los mismos problemas, aunque silábicamente sea perfecto; el LXIV,  “Días de siervo albedrío”; el LXV, “Siémbrate”; el LXXXVII, “Noches de insomnio”; y el CXXIII, “Nihil novum sub sole”. 
Creo que no se ha señalado nunca esta curiosa incursión de Unamuno en el taller poético de hacia 1907 intentando hacer valer un metro que solo Juana de Ibarbourou, Sinibaldo Mas o Cirlot –por citar lo más relevante– habían ensayado, con escasa fortuna también. Ese fue el modo de intentar contribuir Unamuno al furor musical que había escuchado en los poetas que más admiraba. O como dirá él en el prologo de Andanzas y visiones españolas (1922) el intento de crear música con palabras, “de una música, si acaso la tienen, esquinuda y rígida, angulosa y dura” (p. 813 de PC).




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