Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

lunes, 9 de julio de 2012

Tribus, helados y perversiones




Parece que la disputa final se ceñía a las tres, dos de ellas ubicadas en la plaza y otra, “de los combatientes”, en el arranque de la calle de San Giovani, de modo que no había más remedio que comprobarlo experimentalmente pidiendo en cada una de ellas un par de conos y cada cono con tres sabores, por ejemplo, lo cual daba regularmente una muestra de nueve sabores sobre los quince o veinte que se ofrecían; científicamente el resultado podría ser satisfactorio, según el muestreo y otros detalles que eran fáciles de resolver. 




El problema estribaba en otro quid: la médica de mi seguridad social hace tres o cuatro años que me había aconsejado “formalmente la ingesta de glucosa”, fórmula tremenda detrás de la cual se esconde una prohibición de no tomar azúcar y que no hubiera debido de producirse jamás, pero que tiene lugar en el ámbito de las sociedades prohibitivas que modulan su existencia por criterios, finalmente, mercantiles; en este caso porque las instituciones sociales y médicas norteamericanas habían bajado el índice de “prohíbase el azúcar” de 1,25 a ,1,15, lo que evitaría muchos descensos de la salud en edad tardía, con su repercusión en las medicinas, la ocupación de los médicos y de los hospitales, es decir: hay que rebajar el gasto sanitario. Y todo el mundo culto había seguido esas “recomendaciones”, hasta mi médica de cabecera, en aquel momento supremo en el que decidió con un solo golpe de receta que las natillas salieran de mi vida, y lo hizo en los treinta segundos de los tres o cuatro que ocupan regularmente mi consulta; mi médica es una de mis heroínas modernas, pues despacha una media de treinta o cuarenta enfermos en un par de horas de consulta, ¡y lleva historiales clínicos! 
Eso sí, tomó la trágica determinación tras comprobar que mi analítica daba empecinadamente 1,15 de glucosa.

La gente no debería hablar de estas cosas, que pertenecen al juego de cuestiones individuales, es decir, de las que un buen burgués no expone sin más a sus contertulios (enfermedades, cuestiones sentimentales subidas de tono, dineros que se tiene o se deja de tener….); sin embargo, deleite es de corrillos de jubilados el socorrido tema de las pastillas, los regímenes alimentarios y lo mal que le va a país con esta juventud desordenada.
Prohibir es fácil: lo malo es cumplir, y eso que yo vivo en una tribu de amplio espectro –la cristiana, en su especificación católica– que usa un catálogo amplísimo de prohibiciones en las que me educaron desde niño; la humanidad se ha fustigado y aun más que lo hará catalogando e imponiendo prohibiciones que merman nuestra felicidad de modo tan caprichoso como inútil. Sabido es que por oscuras razones de tribu llevadas a decálogo yo no puedo hacer miles de cosas, normalmente calificadas como perversiones, sin sufrir el anatema de quienes me rodean: de modo que camino por la calle haciendo como que no me fijo en el delicioso movimiento de los glúteos de aquella dama que hoy decidió ceñir la falda; o me parece normal cómo le exigen que se cubra los hombros con un velo blanco aquella morena imponente al entrar en la catedral de Siena (para que no se los vea, ¿quién?); o me parece normal que beban sin alcohol los magrebíes que hacen piña para almorzar; o me resulta hasta natural que se mueven con gestos inventados los que dicen que rezan en la sinagoga…. Y así sin parar: unos comen carne y otros no, unos comen unos animales y otros no; unos se tapan y otros se destapan; vacas, cerdos y terneras se reparten el hambre y el respeto; para unos es alimento el de las drogas y para otros negocio y para otros prisión. Y si de principios generales descendemos a detalles, la humanidad se llena de rincones perversos y contradichos, que ponen en evidencia los antropólogos y que suelen tener como principio creencias, es decir, elementos pasionales y no racionales cuyo secreto conservan, explican y modelan los magos de la tribu. En mi tribu, la católica, hay millones de magos y hubieran querido que los demás fuéramos todos monaguillos. Es muy, pero que muy difícil salirse de la tribu porque, si lo haces, aunque sea sin darse cuenta, te dejan fuera de lo que es naturaleza: comer, fornicar, dormir, aprender, dormir, bañarte, ser útil (trabajar),…. acciones todas que tienen su ingrediente tribal pegado tradicionalmente o que se integran espontáneamente en ese montaje.

Hace tiempo que me dedico a cultivar mis perversiones cada vez con más cariño y raro es que si miro a una dama y algo me encandila no cultive mi imaginación desnudándola o besándola y componiendo deliciosos desórdenes de mi apetito sobre su cuerpo y su alma; y raro es que no envidie a los humanos que consiguen liberarse de los aspectos más turbios e irracionales de su tribu y viven plenamente sus perversiones intelectuales, espirituales, convencionales, corporales, tribales…. Sigue funcionando la vieja norma de “no hacer nada contra, ni constreñir, la libertad ajena”, que, por cierto, no es la misma que “no hacer nada que arremeta contra los hábitos de la tribu”, quicio en el que uno ha de moverse con cierto desparpajo y cierta habilidad.
La argumentación se me va lejos, y todo porque iba a justificar por qué ayer por la noche decidí probar sabores de helados en San Gemignano, en la Toscana italiana, por donde deambulo, ya que en ese lugar, detenido exactamente al mismo tiempo que el Arcipreste de Hita escribía el Libro de Buen Amor (esto es: a mediados del siglo XIV, por culpa de la peste) se dice que están las mejores heladerías del mundo, y de hecho, hay tres que así se anuncian –en todos los idiomas, incluido el chino y el japonés, citando una extraña federación de artesanos de helados. Como resulta que, por ahora, la mejor heladería del mundo, para mí, es la de “Siena” de la calle Narváez (en Madrid), como resulta que venía de Siena, como resulta que estaba entre mis prohibiciones y es una perversión que cultivo, como resulta que ayer la Toscana alcanzó los 38 grados a la sombra y la intensa noche de julio rondaba los 32, y como resulta que por aquellas callejuelas del anochecer todo el mundo andaba un poco desatado mostrando de que sí y de que no sus flancos débiles, este peregrino saboreó la menta, la nocciella, el pistacho, las frutas del bosque, el limón, la pera, la “terra de Siena”, il baccio…. y terminó feliz, ahíto y perverso en la plaza central de san Gimignano compartiendo la magia de la noche con los que allí se daban a ser.

He dudado sobre si ilustrar estas veleidades con algunas de las cosas que arriba se dicen: los helados, los glúteos, las callejuelas, el Arcipreste….  y he recordado que tengo lectores de tribus diferentes, en algunos casos muy integrados en su tribu, de modo que bastantes se sienten molestos si hablo de la virgen, si ilustro con desnudos, si digo palabrotas, si expongo la corrupción de mi departamento universitario, si etc., al final he concedido que aparezca por ahí el historiador (edité antaño el Libro de Buen Amor) y el viajero; aunque confieso que, en realidad, cuando mordía y daba lametazos al helado de menta, tenía delante a la dama de negro, sentada en una escalinata, con la falda recogida. Y había una perversión.

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