Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

viernes, 9 de septiembre de 2011

De cuando y Clara y yo nos sentamos en un banco

Me gusta llegar a alguna conclusión cuando pienso las cosas así, como si fuera en profundidad; en realidad, integrando experiencias, que creo que es el único modo de pensar. El resultado de la tranquilidad de esta tarde, en la que he podido disponer de tiempo para recuperar algo de mi propia historia es bien sencillo: amamos lo que conocemos, lo que hemos permitido que se nos acerque, lo que ronda, con lo que nos hemos mezclado y rozado, a veces imperceptiblemente, sin que nos cause rechazo y, desde luego, sin que nos repugne, que es la razón de que lo permitamos cerca. He llegado a esa conclusión –que no sé si mantendré mañana, porque eso me suele pasar– después de recorrer mi historia con Clara; quizá ella hubiera podido proceder al mismo viaje reflexivo, pues no recordamos bien cuándo nos conocimos, solo que estábamos en el mismo grupo, círculo, durante los años finales de la carrera y que compartíamos algunas actividades, bastantes compañeros, probablemente, y sin saberlo o hacerlo explícito, intereses, problemas y otras muchas cosas. Nunca, sin embargo, recuerdo que me hubiera fijado especialmente en ella por otras razones que no fueran las que compartir circunstancias con un montón de gente. 
Años después los dos nos confesamos, un tanto avergonzados, que no éramos ninguno el “tipo” del otro, y que nuestras picardías juveniles o nuestros sueños de adulto aburguesado habían andado a la deriva, con mayor o menor intensidad, fijándose en otras personas y soñando escenas en las que no entrábamos como protagonistas. Y en mi caso –al menos en mi caso–, mucho más que fijarse y soñar. Clara, como mantiene una discreción, que le respeto, ha sido menos explícita al contarme detalles de sus bandazos.
Lo que sí recordamos muy bien ambos es cuándo nos empezamos a decir algo que no fuera compartido con todos, sino un “te lo cuento a ti y ahora solo y aquí”. Hubo algo de azar: habíamos quedado para ir a un concierto de Pablo Milanés todos; pero ella había acudido como lánguida o enferma; andaba tan mal, tan mal, que acabó por arrepentirse, que se volvía a casa. Que se volvía. Lo hizo –lo iba a saber enseguida– porque no podía aceptar aquella tarde nada que no fuera ponerse triste, llorar y arrinconarse. Yo me apunté a esa deserción porque estaba saturado de música compartida en local con humo y botellón; hubiera preferido otro plan más tranquilo. De manera que cuando se dio la vuelta, me fui con ella, y así permití a María, su amiga del alma, que no faltara a un concierto del que nos había venido hablando hacia tiempo; de hecho estuvo a punto de suspenderse porque al cubano le pusieron muchos problemas para el viaje.
– ¿Seguro?
– Seguro.
Me miró con los ojos grandotes en donde se leía algo raro.
– No voy a ir directamente a casa, Antonio; voy a andar un rato....
– Te acompaño.
– Como quieras.
Y así una calle, dos bancos,  tres esquinas, cuatro bares y el paso de la tarde a la primera oscuridad de la noche de setiembre; casi sin hablarnos. La verdad es que yo iba pensando mis cosas, sin preocuparme mucho de la situación, que era normal entre todos nosotros, habituados a estar juntos sin obligaciones ni cortesías. Se detuvo en el banco número dos. Se sentó y me miró. Entonces me di cuenta de que los ojos más que grandotes reflejaban una intensidad que provenía de la humedad, y que la humedad bien pudieran ser lágrimas. Salí de mi ensimismamiento amorfo y le pregunté.  Me explicó que no quería volver a casa con esa pinta, porque su madre le iba a preguntar y no quería contar a su familia lo mal que lo estaba pasando. Y así fue que me lo contó a mí, para liberarse; y que yo le correspondí, para que se sintiera cómoda, contándole algún secreto de penas y melancolías. Hacía fresco y estábamos, al cabo de media hora, bastante animados insuflando ironías y sarcasmos al baúl de las penas. Un momento hubo en el que eran tantas las penas aireadas y los fracasos compartidos, y tanta la acumulación de sarcasmos liberadores, que terminamos por reírnos. Y al reírnos agarramos la esquina de la felicidad, que luego –doce años­– hemos ido invadiendo.
Acaba de entrar en casa y pide ayuda –no me ha dado tiempo de salir a su encuentro–, porque dos chavales juntos, bien que lo sé, necesitan una logística especial, y el único que se vale solo es Javi, no por sus nueve años, sino porque se sabe el mayor y acepta la responsabilidad de cuidar a sus padres en el difícil oficio de ser el hermano mayor. Y sobre todo ahora que le he explicado que si Clara está tan guapa –y bastante más gordita– es porque dentro de poco tendrá que cuidar también de Nacho, que así le vamos a llamar.

[Denis Antonio]

1 comentario:

  1. Estaba muy interesante la historia cuando ... ¡de repente ha acabado tan feliz!

    ResponderEliminar