Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

martes, 4 de enero de 2011

Clara lee

Clara cerró el libro, lo dejó sobre el regazo y acarició sin saberlo, desganadamente, mirando hacia otro lado, la cubierta en la que se reproducía una escena esquemática de una mujer con varios niños. Dos días casi enteros.
Dos días casi enteros había estado leyéndolo, prácticamente sin hacer o pensar en otra cosa, con brevísimos descansos para meter la ropa de Juan y de Emilio en la lavadora, para tomar un bocado con la nevera abierta, para encender o apagar las luces de la casa, que se iba quedando grande según iban espaciando su estancia sus dos hijos; el más pequeño se había ido hace tiempo, a pasar un erasmus a Italia, y aunque teóricamente todavía conservaba su habitación, cada vez dormía o estaba menos en casa. ¿Que donde dormía? Pues dejó de preguntárselo la tercera o cuarta vez que apareció, sin pasar la noche, a la hora de comer. Y lo sustituyó por un suave “Ve con cuidado”. También desechó el “¿qué tal Almu?” con que recordó las ausencias de la primera chica que había traído a dormir –bueno, para ella, a desayunar– y la cambió por otra; a la tercera ya no preguntó los nombres, que luego se equivocaba y casi era peor. “¡Que maja tu madre!” es lo que le dijo aquel torbellino de pelirroja de la semana pasada, de una noche también, mientras se tomaba grandes tostadas de miel con mantequilla. Juan, sin embargo, prefería las largas ausencias, de las que volvía para periodos cortos, de una semana o así, para que le lavaran la ropa; montañas de ropa, casi toda desconocida para ella, su madre, que tenía que preguntar, a veces: “Juan, estos pañuelos de colores, ¿se han lavado más veces? Podrían desteñir”. La melancolía de Juan y el olor de la ropa contaban historias que a ella le hubiera gustado conocer. No sabía de qué modo se habían ido planteando la vida que ahora, apenas cruzados los veinte años, los chicos no le contaban; no es que no contaran nada, no contaban nada de lo que realmente hubiera querido saber. Y tampoco le preguntaban, eso sí, con una fórmula cariñosa que no esperaba contestación ni explicaciones. Se habían hecho adultos y se estaban fabricando un mundo en el que daban por descontado que ella no podría estar.
Seiscientas y pico páginas. Ahí estaba todo, admirablemente contado, expuesto, como si le hubieran ido recorriendo con lupa cada uno de los recovecos del corazón. El caso es que compró el libro casi por casualidad, porque se avecinaban unas navidades largas y caseras y había programado reiniciar las lecturas; como Aurelio, el de la tienda, le había comentado que ese señor, el viejecito del quinto, había escrito una novela “del barrio” pensó empezar con algo ligero; luego casi se da de bruces con él al coger el ascensor –subía él, bajaba yo. Un saludo breve, sencillo, una mirada cortés y cierta torpeza ya al intentar mantener abierta la puerta para que ella entrara. Se le veía ya muy tocado por la edad, no en balde habían pasado tantos años desde que le saludó por primera vez, igualito que ahora, murmullo, cortesía, reverencia. En los más de veinte años que hacía que se conocían nunca habían cruzado más que esos saludos, y eso que por la obligada vecindad de patio –él vivía en el quinto de enfrente, un piso más arriba– a veces veía su sombra en la ventana, o que iba y venía regando plantas, incluso alguna vez creo que recordaba haberle visto tender algo de ropa. Poca cosa más.
Y sin embargo esas seiscientas páginas cuentan toda su vida, con tal detalle, con tal conocimiento, que solo ella sabía hasta qué punto era todo cierto: se sobrecogió cuando en la novela la protagonista duda sobre el pijama que vestir, porque durante cuatro páginas se describieron todos los que había usado durante esos veinte años, incluyendo los que ella misma no recordaba apenas. Tembló de emoción cuando en otro par de capítulos se describió, sin muchos comentarios, la separación, la marcha de Emilio –el padre–, y escogió las palabras adecuadas para narrar las noches inconsolables. Y la música. ¡Una por una se citaban todas las músicas que habían formado el telón de fondo de su vida!, desde las horteradas de los primeros tiempos hasta el refinamiento dulzón de los Cowboys Junkies. Y así todo.
Pero lo que ya no le permitió abandonar el libro hasta terminarlo fue que en aquellas páginas se contaban verdadera y fielmente los ritmos diferentes de su vida interior, incluso se explicaban escenas y pasajes que ella no había llegado a pausar todavía, como el de la última vez que permitió que Gregorio –insistente, machacón, cariñoso....– se quedara a dormir en casa, lo cual fue para el mejor amigo del padre de sus hijos, y de la familia, la aventura de su vida; y para ella un hito más en su campo de melancolías. ¡Si incluso analizaba las inquietudes que pasó con Antonia, aquella vez en la que de la amistad pasaron al consuelo mutuo y del consuelo mutuo a plantearse algo más! Llegó de improviso esa tarde Juan y el plan, tácito, tácitamente se dejó para otra ocasión, que ya no hubo, que ya no me quise plantear. Todo eso estaba también en aquellas páginas. Las noches de llanto. Los viajes. Las mañanas de exaltación.... Todo, todo, todo.
La novela no tenía final. La protagonista, una noche, sentada en su sillón preferido, cierra un libro que ha estado leyendo, acaricia su lomo y mira hacia la ventana que da al patio. 


[Denis Antonio]

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