Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

domingo, 5 de diciembre de 2010

Historia de Luisa

Tuve muy claro al sentarme ante el ordenador que iba a escribir la historieta menuda de Luisa, porque, como dicen ahora, "me fascinaba", llena de anécdotas dignas de ser recogidas, sin muchos adornos, y de ser leídas, si conseguía un relato escueto, aséptico quizá; por ejemplo, lo que le fue ocurriendo con su educación familiar cuando trabó cariños con el primer varón que se cruzó por delante y, una vez que se quitó las gafas y se puso lentillas, comprobó que enganchaba con sus ojos claros. Creo que el conflicto empezó porque ella no sabía cómo contárselo a su madre, ya que había adquirido la costumbre de hablar y hablar con ella, largas charlas, con el café, a la hora del desayuno, mientras deambulaban de la cocina a la habitación, de la habitación al cuarto de baño, paraditas en el pasillo para ver si se había levantado ya Gema –la hermana pequeña–. En teoría ella se lo contaría a su madre, y la madre, debidamente aderezado, se lo contaría a Luis, el padre, cuando volviera muy tarde del trabajo, agotado, sin muchas ganas de entrar en materias espinosas. La verdad es que la figura más interesante, al menos narrativamente, era la del padre, que gobernaba el gineceo -eran tres hermanas– a distancia y mantenía a las cuatro damas encapsuladas en un sistema que aparentemente no era nada rígido, pero del que era muy difícil hurtarse para buscar resquicios de libertad: estudiaban, se divertían, iban de viaje, salían de compras, etc. generosamente, pero siempre bajo la tutela dulce y férrea del matrimonio, donde no había más que armonía y un sutil aburrimiento, roto por la imaginación controlada de la madre, que de vez en cuando tenía la ocurrencia de salir a cenar con la tropilla, de irse todos al campo, o de salir a renovar vestuarios, cuando la ropa terminaba su itinerario de mayor a menor, al margen de modas o de querencias de las hermanas.  Bien pensado, era la madre la figura más interesante, Rosa, porque era quien presidía los movimientos de la familia, sin que llegara a ser un matriarcado. Esa actitud de gobierno en la sombra provenía, sin duda, del papel que había jugado la abuela –materna– de Luisa, recién fallecida, en una pensión de Santiago –los ancestros maternos son gallegos–, con los únicos enseres de lo que le cabía en una maleta antigua de piel y el último libro que estaba leyendo (los leía y los dejaba o los regalaba). Les avisaron de la pensión. Murió repentinamente, si morir a los 89 años lo es; la encontraron seriamente muerta y ordenada en la cama al irle a hacer la habitación. Y nada más. La cama, ella, la maleta. Rosa, la madre, se fue en avión aquella mañana a Santiago y contó por teléfono algo de lo que había pasado; pero no había mucho más que contar. Llovía sobre mojado, porque ya de por sí, en la familia, lo usual era dejar en la sombra casi todo lo que no pertenecía a los hábitos inocentes del clan, razón por la que temas como los del dinero, el sexo, las relacione sociales, etc. no aparecían nunca en conversación ni, me temo, por la imaginación de sus miembros. ¿O era que los mayores ocultaban a los pupilos las cavernas del pensamiento? ¿Tendría que ver con la influencia que había ejercido durante algún tiempo la tía María, la hermana del padre? Verdaderamente de quien habría que escribir era de esta viejecita intelectual y  perversa, que había formado a su hija –padre desconocido–, la prima Azucena (¡hay que ver, los nombres!) de modo tan peculiar y quizá estrafalario que cada vez que exhibía su vida ante las primas se adivinaba en sus caras el asombro de la incomprensión envidiosa, particularmente cuando la exhibición insertaba algún nombre masculino, casi siempre distinto, de cuyo trato familiar y tiempo se daba noticia inequívoca. Eduardo había sido el último, prototipo de joven admirable cuya función en la vida era la de ir desechando todos los caminos, posibilidades, trabajos, personas, etc. en busca de lo que todavía no sabía. Y en ese divertido y apasionante trayecto había tropezado con Azucena; y la prima no solo había consentido el tropiezo, sino que lo había aderezado con viajes, en uno de los cuales la pareja se había presentado en casa con Ágata, una adolescente oriental, que hablaba francés...
Seguía el ordenador con la pantalla en blanco. Luis, Luisa, Rosa, la abuela, la tía, Ágata, Eduardo.... Se ha complicado o se ha descentrado la tarea. Quizá no era bueno enfrentarse a toda esta batería de gentes. Tendría que volver a pensar, en otra ocasión, con más calma, en una situación o un personaje más sencillo o mucho mejor recortado, para poderlo llevar a palabras. Habrá que reducir el espacio de vida; parece que no cabe toda.
Siempre me pasa lo mismo.

[Denis Antonio]

4 comentarios:

  1. Qué final más simpático. Total que este narrador se pierde en sus pensamientos...muy familiar.
    Gracias Denis! y pase con más frecuencia.

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  2. Muy interesante el relato corto ... hasta que llega la prima Azucena y lo lía y uno ya se pierde.
    Hasta llegar a ella, parece que Denis ¡hasta ha sido mujer!, de las de hace nada -ahora ya casi no existen-, por lo bien que conoce el entramado de relaciones familiares. Pena que no se meta algo más en la mente de Luisa,iba muy bien; estupendo lo que escribió. Enhorabuena.

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  3. Denis se ha afrancesado?? ¿Antoine? ¿Qué fue de Denis Antonio?

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