Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

sábado, 31 de julio de 2010

Historias de jardín


Las ilustraciones que vienen ahora muestran la vida cotidiana de unas cuantas plantas, al margen de los casos del nogal y las higueras, y también de la datura, que está creciendo nuevamente a pesar de los intentos por hacerla desaparecer. 


En la mayoría de los casos se trata de cuestiones sentimentales, con sus ribetes poéticos; así lo que le está ocurriendo al mirto o arrayán, que nombro dos veces porque todavía me acuerdo de una vieja discusión entre Antonio Carreira –el gongorista– y Mario Hernández– el lorquista–  para dirimir de qué manera puede ser que Polifemo “cuelgue” o apoye sus armas en un mirto, al comienzo del Polifemo gongorino, si se trata de arbustos de escaso tronco. En Galicia se llama muchas veces “mirto” al boj y no al arrayán, que he visto poco por aquí. 


El caso es que mis arrayanes han florecido –como se ve– este año acariciados por el sol de la tarde, que es el que reciben, y hacía el crepúsculo se inclinan de tal manera que voy a construirles un arco-guía para que adornen la entrada al jardín. Sus flores blancas desprenden un olor suave, delicado; los aromas florales en estas tierras del norte no suelen ser muy llamativos, excepto quizá el del heliotropo, que me tiene realmente impresionado, porque su exquisito perfume a casi chocolate llena toda la casa. Y es que el heliotropo tiene su historia: le tome una mata a Mario, que a su vez lo había traído de fuera, y se aclimató enseguida, de modo tal, que le di lugar delante de los muros del frente de la casa, a pleno sol de la tarde, debajo de un acebuche. A los dos o tres años ha crecido como suele –seca ramas de un año a otro–, trepando por el acebuche (como se ve), hacia las ventanas de la casa, que se llena toda de su fragancia. Lo curioso es que los visitantes me preguntan que cuál es ese árbol que se parece al olivo (el acebuche es un olivo silvestre) y que tiene esa floración azulada y aromática.

Otro de los casos dignos de párrafo es el del último abruño. Tres abruños, quizá ciruelos silvestres, había en un pradito del jardín que daban su cosecha en verano, de frutos tan dulces que los vecinos me los pedían para hacer “licor de abruños”. Estaban ya aquí, viejos, hace diez o doce años, de manera que no sé si fueron los temporales o la edad lo que les fue destruyendo, hasta el punto que solo queda uno, en una hilera de laureles, que yo creía tronco muerto: miren ustedes cómo ha fructificado este año, aunque ya no hago licor de nada –hubo un año que Mario y yo hicimos bastantes–, recogeré los abruños antes de que se estropeen, como última cosecha quizá. Aunque para licores, los guindos de este año se han punteado de todas las bolitas rojas y han dejado el suelo lleno de guindas: ha sido sobre todo en mayo, aun me ha dado a fotografiarlos, al lado de la carretera, haciendo cierre, llenos de pájaros. Al año que viene tendré toda la cuneta llena de pequeños guindos nacientes, con sus raicillas brotando el hueso. La mayor invasión, sin embargo, ha sido la de la glicinia o glicina, que trepa al hórreo y al tejado: tengo que reconducirla por el patio, y no es fácil. Y como siempre, la invasión de las hortensias, azules, rojas, rosadas... quería conseguir algunas blancas y, al otro lado de la casa, en una entrada con porche, lo he logrado, han crecido más de dos metros y están dando unas flores blancas, perfectas, gigantescas. También ha exagerado un poco la parra virgen, como se ve por la foto (debajo hay cuatro ventanas, tapadas), que ya he comenzado a quitar del todo, porque hubo un año que dio la vuelta a la casa, por el tejado, y colgaba por el otro lado. Es una pena, por el dorado de sus hojas en otoño... pero en otoño yo no suelo estar aquí.


Bueno, en otra ocasión les hablaré del jazmín de invierno, los saúcos, los limoneros, los (¿o será las?) altramuces, el cornejo y el caso del alcornoque caído, que se me ocurrió traer de Portugal. ¡Buffff...!

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