Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

jueves, 3 de junio de 2010

Uñas orientales


La calle Narváez y aledaños ha sido tomada por comercios orientales; como todo el mundo sabe ello está ocurriendo en muchos lugares, y de los famosos “todo a cien” se ha saltado a la moda –ropa, bisutería, calzado…– en tiendas que abren  los 365 días del año en jornadas de sol a sol; pero ayer, al volver a casa, por primera vez observé que se habían abierto no uno sino varios  establecimientos nuevos de negocio que yo pensé que nunca iba a arraigar en nuestra sociedad, el de las uñas. Un grupito de orientales, menudas, venían de frente  llenando de risas acristaladas la acera y entraron en una tienda, con apariencias de peluquería, en donde enseguida distinguí la disposición y los artilugios que tanto me había llamado la atención en otras ciudades, particularmente en Estados Unidos (Nueva York y Boston), donde no se trata solo de que esos establecimientos sean normales, sino que han proliferado de manera asombrosa y suelen estar cumplidos de clientes, exagerados de actividad. Arreglos de uñas, extendido a manos y quizá con alguna concesión al pelo, no lo sé. Alguien me ha dicho que también depilan. Ya  no pregunté más.
Todo lo que cuento se sabe porque el escaparate del nuevo establecimiento, por lo general muy generoso, abierto a la curiosidad del viandante, da directamente al lugar donde se trabaja digitalmente. El cliente se sitúa, según se trate de pies o manos, recostado hacia un lado u otro, y entrega sus “garras” –se lo tomo a Valle-Inclán– a la profesional china (me han dicho que lo son, mayoritariamente) que esculpe, lima, cuida, corta, sumerge en líquidos, etc. nuestros finales.
Se notará con qué delicadeza he orillado los miles de anuncios por palabras que en todos los periódicos –menos en El público, por gesto de los socialistas– anuncian otro tipo de servicios, de lo que podría ser cuestión y comentario en otro momento.

Uñas y uñas. ¿Qué por qué me extraña tanto el ejercicio comercial de ese oficio que antes, muy mucho antes, solicitaban damas elegantes y algún varón aburrido? Pues no lo sé muy bien. Hurgo en mi magín y no me compunge, desde luego; me miro las uñas y pienso si necesitarán, como el pelo, de algún trajín ajeno. No me veo sentado ante los ojos rasgados de la chinita con sonrisas de cristal, mientras me toma la mano y me lima las uñas, la melancolía y el tiempo. Y además sin poder leer, al contrario de en la peluquería, porque, si de manos se trata, te mantienen esposado mientras manipulan –qué apropiado– sobre ellas. Intento armonizar esa extensión de los mimos a lugares descuidados de la anatomía, en una sociedad que dicen en crisis, para razonar si se trata de una compensación por hastío público que padecemos; no me atrevo a construir tajantemente la teoría, pues sabido es que las peluquerías de señoras –en toda Europa, pero sobre todo en países del Mediterráneo– son los establecimientos más estables, sólidos y concurridos de pueblos y ciudades, impertérritos ante las vacilaciones de la bolsa, los mandatos de obama, las peroratas de zapatero, los trancazos a los funcionarios, las iras de los pepes… Yo suelo cortarme el pelo en peluquería mixta, regentada y atendida por peluqueras, y muchas han sido las ocasiones que o aguardaba vez (se dice así, claro) o volvía en otro momento. Y cuando me tocaba, he aprendido a deambular por la peluquería con una toalla recogiéndome el pelo y su san benito, entre damas con rulos. Y desde luego sé mantener una conversación riquísima de matices –los precios, belén esteban, el puente del corpus, la chulería de la policía del barrio, eurovisión…– con mi peluquera y con los clientes de los alrededores. Y llegados a este punto es cuando, por fin, me doy cuenta de por qué los nuevos establecimientos orientales de uñas me han sobrecogido el raciocinio. Se habrán dado ustedes cuenta, ¿no? ¿Sabrá mi chinita de ojos rasgados y eterna sonrisa esbozada quién es Bisbal? ¿Entenderá mi comentario sobre el precio desmesurado de los melones hasta que no entre bien el verano y su agosto? ¿Podrá discutir conmigo detalladamente los ingredientes del gazpacho y contradecir mi apuesta por no añadir ni ajo ni cebolla? ¿Le saldrán bien las croquetas de pollo?... ¡dios mío!
Cambia este país, cambia. Y a veces no nos damos cuenta.

1 comentario:

  1. Curioso reportaje y ¡claro que cambia el país!, como siempre ha cambiado -lo malo es que uno mismo no cambia nunca, o cuesta muchísimo, por desgracia-; si no, pregunte o escuche a los que eran niños en la guerra. Ellos siempre dicen que les tocó la época de más cambios en la historia de la humanidad, así que no se asombre. Les tocó la paz, la guerra, el hambre, el teléfono, el tocadiscos, los coches, el avión, el consumo, el integrismo religioso y el destape, ¡uf! ... y una gran faena para ellos: la informática -con su móvil- en sus años finales y el euro.
    ¡Y no me diga qué sabe de Belén Esteban o Bisbal! ...a lo que hemos llegado (y no se enfade)

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